martes, 9 de junio de 2009

El éxodo

Después de la hecatombe, de la gran guerra, que arrasó la civilización, solo quedó en pie un niño pequeño.
Confuso, aturdido, vestido con apenas dos trapos caminaba sombrío, pisando escombros, el suelo estaba frío, su ritmo era lento.
La ciudades eran ahora grises fantasmas metálicos que hablaban entre el susurro del viento, ya no importaba el tiempo, en aquellos parajes reinaba un silencio muerto.
Entonces el infante alzó la vista, la vegetación cubría grandes mamotretos de cristal y cemento.
El cielo era claro y el sol del invierno iluminaba, en medio de una calle solitaria su aliento.
Tosió y el eco, cínico le recordó su soledad cuando volvió a él en forma de voz enferma, distorsionada, burlándose de su lamento.
Continuó vagando, perseguido por su sombra, testigo del éxodo de su historia, era una sensación extraña, quedó como único testigo de la extinción de su raza, eso lo abrumó.
Durante años sobrevivió y acabó por abandonar el raciocinio, mezclándose con la naturaleza que volvía a abrirse paso entre los rascacielos y el asfalto.
Y en el ocaso de su vida, sus preciosos ojos observaron la última puesta de sol, que contempló un ser humano.

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